El proceso de elecciones presidenciales en los Estados Unidos tocará a su fin el próximo 8 de noviembre, en la que probablemente será recordada como la campaña más larga, heterodoxa y polarizada de la historia reciente del país.

Tras un proceso de primarias en que resultaron elegidos Donald Trump y Hillary Clinton como candidatos republicano y demócrata a suceder a Barack Obama, la campaña por la Casa Blanca ha estado saturada de acusaciones personales, escándalos judiciales, una retórica con tintes racistas y misóginos y hasta sospechas de intromisión de agencias de policía federales y de países y gobernantes extranjeros.

La discusión sobre políticas de estado en materia de economía, educación, salud, inmigración y política exterior, marcas tradicionales de identidad de las campañas políticas en los Estados Unidos, han estado prácticamente ausentes.

Y esta no ha sido la única peculiaridad.

De hecho, como muestran las llamadas likability polls, las encuestas de adhesión y rechazo a los candidatos, Trump y Clinton tienen el mayor nivel histórico de rechazo entre los votantes. Trump cosecha un 60% de opiniones desfavorales y Clinton un 54 %, de acuerdo con el promedio elaborado por la publicación especializada RealClearPolitics. De aquí que, inusitadamente, el “temperamento”, la “aptitud” y la “idoneidad” personales para desempeñar el cargo de presidente hayan estado en el centro de los debates y las encuestas, muy por encima de la importancia concedida a la preparación y la experiencia.

De la misma manera, no deja de ser significativo el perfil de los candidatos: el outsider Donald Trump, un millonario inversor inmobiliario sin ninguna experiencia política previa, estrella de un reality show televisivo, y Hillary Clinton, la primera mujer en lograr la nominación de uno de los dos grandes partidos políticos de los Estados Unidos.

Sin embargo, más allá de las singularidades de las elecciones de 2016, el sistema electoral estadounidense tiene características que, en sí mismas, no siempre son fáciles de entender desde la Europa continental.

En primer lugar, suele llamar la atención la fecha, ya que estas elecciones siempre tienen lugar en día lectivo, el martes siguiente al primer lunes de noviembre, siendo una de las pocas democracias plenamente consolidadas en las que las elecciones no tienen lugar en festivo. Se trata de un viejo resto de cuando el país era un país básicamente agrario (de donde la celebración en noviembre) y los electores tenían que desplazarse a votar a cierta distancia de su lugar de residencia, en un viaje que solía ocuparles el lunes anterior a la votación. Esto quizá explique que la participación en estos comicios sea tradicionalmente más baja que en Europa, situación a la que ayuda, además, que los ciudadanos no se convierten de manera automática en electores al cumplir los 18 años sino que han de inscribirse como tal en su Estado.

Otro elemento destacado de estas elecciones es que, aunque algunos votantes lo ignoren, los ciudadanos no eligen de manera directa al presidente del país, sino que lo que hacen es votar por unos compromisarios, miembros de un Colegio Electoral, que son los que luego en realidad eligen al presidente. La Constitución del país, plenamente democrática, escondía algunos temores de los Padres Fundadores hacia los excesos de la democracia (comprensibles, habida cuenta de la novedad del sistema a fines del siglo XVIII), por lo cual se optó por un sistema de pesos y contrapesos, en la que el poder está distribuido entre los poderes del estado federal y los reservados para cada Estado.
El sistema de elección indirecta del presidente es, probablemente, la traza más evidente de este sistema de equilibrios. Así como los españoles no elegimos a nuestro presidente, sino a un Congreso que luego elige a un presidente del gobierno, los ciudadanos estadounidenses tampoco lo eligen en sentido estricto, si bien la práctica habitual es que los delegados del Colegio electoral voten por el candidato para el que han sido elegidos.

Otra peculiaridad del sistema electoral de los Estados Unidos es que en 48 de los 50 Estados que componen la Unión el candidato más votado obtiene todos los electores en juego; es decir, si en Florida, por ejemplo, uno de los candidatos derrota al otro por un solo voto de los ciudadanos, obtiene los 29 votos electorales que están en juego en el Estado. Esto puede generar situaciones paradójicas, como la que se dio en las elecciones del año 2000, en las que el candidato demócrata Al Gore perdió las elecciones al obtener sólo 266 votos electorales frente a los 271 de su rival George Bush, pese a que Gore consiguió medio millón de votos ciudadanos más que Bush a lo largo del país.

Puede darse, así, una eventual asimetría entre voto popular y votos del Colegio Electoral. En efecto, el número de votos electorales varía en función de la población de cada uno de los Estados federados, oscilando entre los tres que se eligen por ejemplo en Alaska o Delaware, hasta los 38 que se eligen en Tejas o los 55 de California. El número total de votos electorales es de 538, por lo que el candidato que quiera ser elegido necesita obtener al menos 270 votos electorales. De ahí que a lo largo de la campaña electoral los candidatos fijen su atención en aquellos Estados en los que consideran que más posibilidades tienen de ganar, teniendo en cuenta que hay Estados que suelen votar de manera recurrente al mismo partido. Por ejemplo, en las dos Dakota hace muchos años que los republicanos obtienen la victoria, mientras que, por ejemplo, en Minnesota la misma suele decantarse del lado demócrata.

Los candidatos de los partidos son elegidos, al igual que sucede ya en algunos países europeos, a través de un proceso de elecciones primarias, pero se trata de un modelo reciente que no se generalizó en el país hasta los años sesenta del pasado siglo XX y que encaja bien con el “modelo de partido débil” vigente en los Estados Unidos, donde los partidos son en realidad coaliciones entre candidatos afines. Por otra parte, aunque la campaña se centra de manera tradicional en los candidatos republicano y demócrata, otros candidatos se presentan a las elecciones (el Partido Libertario, el Partido Verde). En 1992, por ejemplo, uno de estos candidatos Ross Perot, obtuvo ocho millones de votos ciudadanos en las elecciones.

De hecho, la crisis que afecta a los partidos tradicionales en todo el mundo también está haciendo mella en los Estados Unidos, y no en vano todas las encuestas están dando porcentajes inusualmente altos a los partidos minoritarios, por encima del 5% en el caso de los libertarios. No es casual, por lo tanto, el aumento en los últimos años de los ciudadanos que se inscriben como independientes y no como republicanos o demócratas.

Como se puede ver, las dinámicas que afectan a la política en Europa son más globales de lo que parece y van a influir sin duda en el proceso que culminará la semana que viene con la elección del cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos.

Manuel Mostaza, director de operaciones de Sigma Dos