Para América Latina, 2018 es un año electoral especialmente intenso. Ya se han celebrado comicios presidenciales en Costa Rica y legislativas en El Salvador y Colombia. Además, con los matices del caso, también ha habido elecciones a la Asamblea Nacional del Poder Popular en Cuba, y sus integrantes tendrán como tarea investir formalmente a Miguel Díaz-Canel, quien, hoy por hoy, se perfila como el sucesor de Raúl Castro en la presidencia del país.
En los meses que vienen se disputarán las elecciones presidenciales en Paraguay (22 de abril), Venezuela (20 de mayo) Colombia (27 de mayo) México (1 de julio) y Brasil (7 de octubre). La reciente crisis peruana, con la renuncia del presidente Pedro Pablo Kuczynski, pudiera desembocar a su vez en la convocatoria de elecciones anticipadas. Y hay que incluir, por su impacto en la región, las elecciones legislativas de medio período en Estados Unidos ante la posibilidad de que el Partido Republicano pierda su mayoría en una o en ambas cámaras.
En este panorama tan abigarrado, de países con aspectos en común pero también diferencias notables, es difícil resaltar tendencias. Alguna hay, si bien no tan extensa como en el pasado ocurrió con la llamada «ola rosada», con gobiernos de izquierda y/o populistas en muchos países. En primer lugar, sigue la irrupción de outsiders en la política de la región. Así, en Costa Rica, la segunda vuelta la disputó un pastor evangélico de nula experiencia política y, aunque perdió frente al candidato del partido en el gobierno, alcanzó cerca del 40% de los votos.
Una segunda característica es que, salvo en Costa Rica y Paraguay, estar en el gobierno ya no da ventajas: tanto en México como en Colombia los partidos que gobiernan tienen escasas posibilidades de ser reelectos. En el caso mexicano el candidato del PRI va tercero en las encuestas, a bastante distancia de quienes le preceden, Andrés Manuel López Obrador y Ricardo Anaya, que compite al frente de una coalición entre el PAN (centro derecha) y el PRD (centro izquierda), y con la que intentan emular de manera expresa a otras coaliciones amplias y exitosas como la que gobernó 20 años en Chile. Por su parte, López Obrador dispone de una buena ventaja en los sondeos, aunque en México, al no haber segunda vuelta (se gana por mayoría simple) ya hay alguna tradición de voto útil, de manera que tanto votantes potenciales del PRI como de la candidata conservadora independiente Margarita Zavala puedan optar por Anaya, lo que haría la elección más disputada.

En el caso de Colombia, los recientes comicios legislativos han marcado algunas pautas sobre el hipotético comportamiento de los votantes en las elecciones presidenciales. La primera es el enorme apoyo de que dispone el expresidente Alvaro Uribe, enfrentado, como se sabe, al actual mandatario, Juan Manuel Santos. Uribe no solo ha sido el senador más votado, sino que su candidato para la presidencia, Iván Duque, se ha disparado en las encuestas, hasta el punto de que, siempre según los sondeos, podría ganar en la primera vuelta. Y de haber segunda vencería frente a cualquiera que fuese su contendiente.
En Paraguay el partido del gobierno tiene expectativas razonables de continuar en el poder. Claro que se trata del Partido Colorado, con el que el general Stroessner gobernó más de 30 años y que ha ganado todas menos una de las elecciones que se han celebrado tras el derrocamiento de aquel. En el Partido Colorado paraguayo, como en otros casos de partidos hegemónicos, la auténtica disputa por el poder presidencial se lleva a cabo en su interior y no en las elecciones constitucionales.
Finalmente, Venezuela y Brasil afrontan elecciones presidenciales en circunstancias críticas, si bien por razones distintas. En el caso de Brasil, la presumible inhabilitación judicial para presentarse que se dictaminará al expresidente Lula da Silva, dejaría fuera de la competencia a quien, si no fuera por dicha inhabilitación, sería un más que posible ganador. Cómo reaccionarán sus seguidores es, por ahora, una incógnita. Por otro lado, el actual presidente, Michel Temer, que sucedió a Dilma Rousseff cuando fue destituida por el Congreso, corre el riesgo de que le pase lo mismo al estar siendo investigado por presunta corrupción. Claro que todavía queda mucho para las elecciones y el panorama podría clarificarse (recuérdese, son en octubre), aunque quizás por la vía de la irrupción, también, de un outsider. Pero resulta difícil no coincidir con el ex presidente Fernando Cardoso cuando hace unos meses señaló “Es una crisis muy grave (…) nunca he visto una crisis así, en el sentido de no saber a dónde vamos”.

Y, hablando de crisis, Venezuela. La deriva autoritaria del régimen pretende legitimarse convocando unas elecciones presidenciales por sorpresa y mucho antes de lo establecido en la Constitución y manteniendo inhabilitados o encarcelados a varios dirigentes opositores. El dilema sobre si participar o no lo ha resuelto la práctica totalidad de la oposición negándose a concurrir en lo que consideran una farsa, con la excepción de Henri Falcón, un ex chavista que se integró posteriormente en la opositora Mesa de Unidad Democrática. Para los dirigentes de dicha mesa, su candidatura no sería más que un favor que Falcón le estaría haciendo a sus antiguos colegas, para legitimar un fraude anunciado.
Pero no participar también tiene sus riesgos. Matthew Franklin, en un trabajo sobre el boicot a las elecciones, usando datos de 171 casos de amenazas de no participar y casos en las que se hicieron efectivas, concluye que, con pocas excepciones, los boicots electorales han tenido consecuencias negativas para sus promotores, muchas veces han fortalecido al líder o partido gobernantes y raramente han generado atención internacional. En el caso venezolano este último efecto no se producirá, dado el intenso compromiso de la Organización de Estados Americanos, con su secretario general Luis Almagro al frente, a favor de la democracia en Venezuela. Sin embargo, el boicot ya ha debilitado a la oposición.
Es prematuro evaluar en cuanto se puede ver fortalecido Nicolás Maduro. Más bien poco, dado el deterioro acelerado de las condiciones políticas, sociales y económicas de Venezuela. Ahora bien, queda en el aire una pregunta cuyas posibles respuestas son todas inquietantes: si la crisis venezolana no tiene solución electoral, ¿cuál puede ser?
Secundino González Marrero
Profesor de Ciencia Política (UCM)