En una nota anterior indicábamos cuatro factores que, sumados, equivalían a un escenario de incertidumbre radical de cara a la elección presidencial del 3 de noviembre: los estados decisivos, los niveles de aprobación del trabajo de Trump como presidente, los votantes registrados y el nivel de participación electoral, y el voto por correo.
La situación ha cambiado poco desde entonces, y la instantánea demoscópica continúa más o menos estática.
El último debate del jueves 22 de octubre fue una reiteración de los talking points (puntos fuertes) de cada partido, en un ciclo electoral con pocos indecisos. Los candidatos no buscaron convencer sino movilizar a las bases republicanas y a los votantes independientes y la coalición demócrata.
También las encuestas nacionales siguen dando una ventaja consistente a los demócratas, que se impondrían en el voto popular por alrededor de 8 puntos, según el promedio de diversos medios y agencias.
Esta ventaja se ha mantenido más o menos inalterada durante los últimos 6 meses, en contraste con la irregularidad del promedio de encuestas en 2016, cuando la ventaja de Hillary Clinton sobre Donald Trump era de entre 3 y 5 puntos (Trump llegó a liderar las encuestas durante unos días en agosto de 2016):
Promedio de encuestas nacionales de intención de voto en EEUU en 2016 – Fuente: Real Clear Politics
Promedio de encuestas nacionales de intención de voto en EEUU en 2020 – Fuente: Real Clear Politics
En 2016, las encuestas acertaron con el resultado final en el voto popular: Hillary Clinton se impuso a Trump por casi tres millones de votos. Y los republicanos se alzaron con el Colegio Electoral (cuyo funcionamiento resumimos aquí) gracias a los estados clave del Medio Oeste, pero el presidente Trump ganó Pennsylvania, Michigan y Wisconsin por menos del 1 % de los votos (esto es, dentro del margen de error de las encuestas a nivel estatal).
Como indicábamos aquí, también en 2020 esos estados resultarán clave en la elección y, de hecho, las campañas se han volcado en un esfuerzo final en esos territorios.
Pero si del Medio Oeste pasamos al Sur y al Oeste, una novedad de este ciclo electoral es cómo algunos estados que hasta hace unos años eran indiscutiblemente republicanos, pueden terminar en manos de los demócratas. Y las razones de este posible cambio son menos de movilización que de composición demográfica del electorado.
Arizona
Con 11 votos en el Colegio Electoral según el último Censo, el estado del Gran Cañón ha votado tradicionalmente a los republicanos desde 1952, con la excepción de Bill Clinton en 1996. Los republicanos Mitt Romney y John McCain se impusieron a Barack Obama en el estado por alrededor 9 puntos en 2008 y 2012, pero el margen de victoria de Trump en 2016 fue de alrededor del 3,5 %.
Desde 1960 la población de Arizona casi se ha triplicado, y todo indica que tras las elecciones de este año el estado ganará otro voto en el Colegio Electoral. Los latinos son, con diferencia, el grupo demográfico más representado en este crecimiento poblacional, junto a los votantes suburbanos (que suelen votar demócrata).
A ocho días de la elección, el promedio de encuestas de Real Clear Politics da a Biden una ventaja de 2,4 puntos sobre Trump en Arizona. Y el candidato demócrata al Senado tiene una ventaja de 5,6 puntos por sobre la actual senadora republicana de Arizona.
Si los demócratas tiñen Arizona de “azul” (el color con el que la cultura política estadounidense identifica a los demócratas), estaremos ante una pequeña revolución en el mapa político de los Estados Unidos.
Georgia
Con 16 votos en el Colegio Electoral y parte central de la “estrategia sureña” de los republicanos durante 50 años, Georgia ha sido un estado consistentemente “rojo” (republicano) desde 1972, excepto cuando un demócrata del Sur
formó parte de la fórmula presidencial (Georgia votó mayoritariamente por el georgiano Jimmy Carter en 1976 y 1980, y por Bill Clinton en 1992).
Pero desde que George Bush se impuso a John Kerry por más de 17 puntos en 2004, los márgenes de los republicanos han ido decreciendo, en gran medida por los cambios demográficos asociados al crecimiento de la población, cambios que han llevado a Georgia a ganar al menos un voto del Colegio Electoral en cada uno los últimos tres Censos, hasta ubicarse como el octavo estado con más votos en ese cuerpo colegiado. Un crecimiento nada desdeñable en un sistema en el que el camino a la presidencia depende no tanto del voto popular como de la aritmética del Colegio Electoral.
En 2016, Donald Trump se impuso a Hillary Clinton por alrededor de 5 puntos en Georgia, pero en las elecciones de medio término en 2018 los demócratas se quedaron a solo 60.000 votos de ganar la Gobernación estatal.
Georgia es ahora un “estado púrpura”, es decir, puede ser ganado tanto por los demócratas como por los republicanos. Los cambios demográficos, especialmente en los suburbios de Atlanta, un récord de jóvenes que votan por primera vez, un extraordinario incremento del early voting (especialmente entre los menores de 40 años) de más del 100 % con respecto a 2016, un nivel de participación del voto afroamericano encaminado a romper la marca de 2008, y el enorme crecimiento de la población de ascendencia asiática y latina en las últimas dos décadas, podrían llevar a que un demócrata ganara Georgia por primera vez en una elección presidencial en décadas.
A ocho días de la elección, el promedio de encuestas de Real Clear Politics da a Trump una ventaja de apenas 0,4 puntos sobre Biden en Georgia.
Un país en transición demográfica
En una nota reciente, el New York Times constataba con datos del Censo de votantes un cambio histórico en la composición demográfica del electorado estadounidense: entre 1976 y 2018, el porcentaje de votantes blancos sin educación universitaria (esto es, la base republicana, que dio el ajustado triunfo a Donald Trump en 2016) disminuyó en 32 puntos, pasando del 71 % al 39 % del electorado.
En el mismo periodo, los segmentos del electorado que suelen componer la coalición demócrata se incrementó en 33 puntos: los votantes blancos con educación universitaria pasaron del 17 % al 34 % del electorado, y los votantes pertenecientes a minorías étnicas pasaron del 11 % al 27 %.
Los datos de esta evolución demográfica del electorado a nivel nacional también se verifican en los estados del Medio Oeste, como Pennsylvania, Michigan o Wisconsin; y en estados con un crecimiento sostenido de la población y a los que nos hemos referido antes, como Georgia (donde los votantes pertenecientes a minorías étnicas representan nada menos que el 39 % del electorado, frente al 34 % de los blancos sin educación universitaria) o Arizona (donde la suma de votantes pertenecientes a minorías étnicas y votantes blancos con educación universitaria representan el 53 % del electorado, frente al 38 % de los blancos sin educación universitaria).
El principal factor de estos movimientos sísmicos en el suelo electoral estadounidense es la edad: los votantes de las generaciones de mayor edad están siendo reemplazados por votantes más jóvenes de la Generación Z (nacidos entre 1995 y 2005), que suelen tener más años de educación, y son predominantemente hispanos y, en general, más liberales. Estos jóvenes representan en 2020 el 13 % del electorado, y resta por ver su grado de movilización y participación.
En cambio, la suma de los votantes de la Generación X (nacidos entre 1965 y 1980), los millenials (nacidos en torno a principios, o mediados, de 1980) y los baby boomers (nacidos entre 1946 y 1960) representa la misma proporción en 2020 que en 2016.
Las tendencias demográficas por estado, los cambios en la composición del electorado por origen étnico o educación universitaria, la importancia de los jóvenes y el nivel de participación de las mujeres y de los votantes de minorías étnicas parecen llamados a cambiar definitivamente el mapa político de los Estados Unidos.
Quedan unos pocos días para ver si ese cambio en lenta gestación, y probablemente inevitable, se materializa en 2020.