El desconfinamiento trae más dificultades que el confinamiento. Mientras el encierro fue simétrico y sincrónico, la salida del mismo se está produciendo por fases y a distintas velocidades en función del territorio o el sector profesional.
Esta asimetría tiene su expresión en los desiguales sentimientos de los ciudadanos. El 59% de los españoles es aún poco o nada optimista respecto a la salida de la crisis sanitaria, pero hay un 40% que lo es (porcentaje que sube entre varones y jóvenes entre 18 y 29 años). Por otro lado, el 54,1% se siente ilusionado ante la desescalada, pero al 37,1% le genera agobio (datos de Sigma Dos). Estas cifras describen una realidad contradictoria en la cual la esperanza por la superación de la pandemia se intercala con la incertidumbre, el miedo y hasta la frustración por el paisaje que nos encontramos. Bajo la superficie, esta sociología del desconfinamiento nos deja al menos tres puntos de reflexión para analizar lo que está pasando: la frustración social, la debilidad del Estado para producir consensos en momentos extremos y la necesidad sobrevenida de la recuperación de la identidad tras el trauma.
El primer punto se refiere a nuestra experiencia psicológica de este confinamiento como un rápido tránsito de la distopía a la utopía, y de ahí a la frustración social. El confinamiento opera una curiosa inversión de los relatos sociales: tras el shock inicial, la normalidad perdida se idealiza y se con vierte en la nueva utopía regresiva. Queremos recuperar aquel mundo del que a menudo nos quejábamos, pero cuyas bondades, entonces inadvertidas, se ponen ahora de manifiesto, haciendo común la frase: «Éramos felices y no lo sabíamos». Aquella patria arrebatada por la pandemia es la nueva Ítaca a la que queremos regresar a toda costa. Pero no nos conformamos con volver a la misma realidad: aspiramos a una realidad mejorada, a una nueva sociedad más humana, más sostenible y más solidaria que dé sentido a la odisea colectiva de la pandemia. Pero como sucede en la leyenda de Ulises, el regreso a Ítaca tiene un componente de decepción: la vuelta es la constatación de que aquella sigue siendo la misma isla yerma y árida que el héroe abandonó. La triste recompensa al momento distópico es comprobar que la calle, la oficina, la familia y, en definitiva, el país siguen igual, con problemas que no han desaparecido y con otros nuevos. La frustración es un sentimiento creciente y puede ser la base de un agrietamiento del contrato social.
El segundo punto de reflexión alude a la aparente esquizofrenia de una misma sociedad que a las 20:00 aplaude a sus sanitarios y a las 21:00 hace una cacerolada contra el Gobierno. El tema de fondo es el debilitado papel del Estado contemporáneo para producir consensos. Lo que Althusser, en términos marxistas, llamaba el Aparato Ideológico del Estado (las instituciones que, sin ser conscientes de ello, transmiten una «ideología oficial», como la policía, la educación, los medios de comunicación, etc), siguen existiendo, pero su capacidad para reproducir un relato común es cada vez más limitada. El hardware del Estado actual –su capacidad coercitiva y material a través de su estructura legal, sus cuerpos de seguridad y sus servicios sanitarios– se ha mostrado eficaz para gestionar lo urgente: confinar y frenar la epidemia.
Sin embargo, su software –en España y en la mayoría de países de nuestro entorno– está encontrando muchas dificultades para fomentar acuerdos entre ciudadanos, chocando contra una sociedad fragmentada y compleja que, valga la redundancia, se socializa en otros canales, como las redes sociales. La épica de la guerra ha sido utilizada en vano para lograr una unidad casi imposible. La cuestión es si, en este nuevo mundo, el Estado puede recuperar su antiguo papel –que sí tuvo durante la segunda mitad del siglo XX–, como estructura neutral que garantiza unos acuerdos mínimos de convivencia y entendimiento para anclar las democracias occidentales, como proclamó Habermas, o si ese contrato social plasmado en la autoridad del Estado es cada día más frágil. En tercer lugar, encontramos el tema crucial de la identidad, del nosotros colectivo, puesto en crisis por la experiencia vivida. Volviendo al relato homérico, tras un viaje traumático en el que perdimos parte de nuestra memoria, el regreso a esa Ítaca de la realidad decepcionante nos sitúa ante la pregunta existencial de quiénes somos. En el relato de Homero esta duda se resuelve cuando Ulises es reconocido primero por su perro, Argos, y luego su mujer –Penélope– y su hijo –Telémaco–.
Es hasta cierto punto esperable que algunos sectores sociales experimenten la necesidad de reconocerse en símbolos comunes y reencontrarse en la fuerza unificadora de una protesta (nada une más que un enemigo, real o imaginario). Fracasada la apelación patriótica de los gobiernos en términos bélicos, el sentimiento nacionalista o identitario revive en una parte de la sociedad y se reestructura de abajo arriba en las redes sociales, como espacio de intercambio simbólico. Sucede en España, pero también en Alemania, en Estados Unidos y otros países donde las manifestaciones en las últimas semanas del confinamiento suelen ir acompañadas de la bandera nacional, del territorio o el grupo social de turno. Ocurrió en la Cataluña de los primeros años del procés: tras la crisis económica, amplias capas de la clase media abrazaron una serie de símbolos nacionales estructurados frente a un enemigo común –de nuevo, el Estado, debilitado, pero paradójicamente visto como opresor–. La identidad a proteger no es solo nacional: el ejemplo del malestar de los negros americanos en Estados Unidos, a raíz de un episodio de violencia policial, sería otra versión más de necesidad del reconocimiento del nosotros.
La disección de estos tres fenómenos que marcan el complejo periodo del desconfinamiento –frustración social, Estado débil y crisis del nosotros– explican el momento social pero, al menos de momento, no están suponiendo un vuelco sustancial en el panorama demoscópico: la subida de los dos grandes partidos, PSOE y PP, a costa de Unidas Podemos y Vox, radiografían una reorganización del voto en cada hemisferio ideológico, sin significativas transferencias entre ambos (tal y como se visualiza en el último sondeo de Sigma Dos para EL MUNDO). Tal vez, la principal conclusión sea que, en la España de la desescalada, salimos más separados, pero más unidos en nuestro grupo ideológico.
Gerardo