La guerra de Ucrania nos devuelve a la guerra fría de alta intensidad. La globalización, tal y como la conocíamos, es pasado y hay que adaptarse al nuevo escenario mundial. Estas son las primeras líneas de Gerardo Iracheta, presidente de Sigma Dos, en este artículo para El Mundo en el cual analiza que debe admitirse el error de creer en la capacidad de la globalización económica para globalizar valores.

La caída del muro de Berlín introdujo el espejismo de que el comercio internacional sin fronteras terminaría globalizando también la democracia. Esa era la tesis de Francis Fukuyama en El fin de la historia. Treinta años después, China y Rusia siguen sin ser democracias, pero han acumulado un extraordinario poder económico -la primera- y geoestratégico -la segunda gracias a que les compramos gas o productos a bajo precio-. Esa prosperidad económica, lejos de ser una amenaza para sus dictadores, como ingenuamente se pensó hace décadas, lo es para nosotros, nuestro estilo de vida y nuestros valores. A estos nuevos ricos sin democracia se suman las monarquías árabes, resistentes a las primaveras que derrocaron a los dictadores en los países más seculares del mundo musulmán. Esas monarquías asombran a medio mundo con emporios de cristal elevados en poco más de dos décadas en medio del desierto. Conviene recordar que su modelo, Nueva York, fue el resultado de una mezcla cosmopolita única en la historia y de la cultura del esfuerzo y el riesgo económico. Un ágora que impulsó la economía de mercado e hizo del intercambio cultural y de ideas una forma de vida urbana. De Manhattan toman el skyline, el luminoso continente, y lo vacían de contenido. Un mundo que se hace más fotos en el Burj Khalifa de Dubai que en la Estatua de la Libertad refleja, inevitablemente, un sistema de valores diferente.

No es casual que las dos grandes crisis recientes que están transformando el mundo hayan provenido de China -la Covid-19- y de Rusia, la invasión de Ucrania. En ambos casos, esa ausencia de democracia, que implica controles y una información transparente, forma parte esencial del drama. La falta de democracia, que nunca llegó de la mano de nuestros contratos comerciales con esos países, de nuestras películas y series de televisión, de nuestros restaurantes de comida rápida en el centro de Moscú, es el mayor riesgo global que afrontamos: una amenaza económica, pero también existencial. Como dijo el presidente Zelenski en una videoconferencia ante el Parlamento Británico hace unos días, «no podemos perder esta guerra porque nuestro problema es ser o no ser». Esta idea nos afecta a todos.

«Si tenemos el coraje de no mentirnos, debemos admitir nuestro error al creer en la capacidad de la globalización económica para globalizar valores: hoy es menos probable que Rusia o China se hagan democráticas a que algún país de la propia UE se deslice del todo hacia autoritarismo. Más bien han sido esas superpotencias las que han exportado, junto a sus commodities, el populismo, la polarización y una cierta nostalgia por los sistemas autoritarios. En nuestra periferia ya ha pasado: ahí está Venezuela o Turquía. ¿Estamos seguros de que esto no puede ocurrir aquí?»

Es cierto que la guerra fría ya había empezado antes de la invasión de Ucrania. Pero como era de baja intensidad, sin tanques apuntando a nuestras cabezas, entonces preferimos mirar para otro lado y no tomarnos la amenaza en serio. El núcleo de esa guerra fría de baja intensidad fueron las guerras de la información de las que habla Richard Stengel en el libro titulado precisamente así. El Kremlin llevaba años atacando Estados Unidos y Europa: con fake news, manipulación en redes sociales para interferir en temas como las elecciones norteamericanas, el Brexit o Cataluña, y apoyo a formaciones políticas orientadas a desestabilizar al enemigo. Desestabilizar (la política, la economía, la convivencia) de los vecinos prósperos es el objetivo. Como ha argumentado el historiador Timothy Snyder, «para Putin la UE es una amenaza porque demuestra que la democracia puede funcionar».

La buena noticia de todo lo ocurrido es un fallo de cálculo de Putin: subestimó la capacidad militar de Ucrania para resistir. Lo cual nos ha dado tiempo para reaccionar y que su invasión no haya tenido en nuestro mundo el efecto que sí estaba logrando con la guerra de la información: división de Europa, desánimo occidental, retraimiento de la OTAN, miedo social. Ha pasado justo lo contrario.

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